El día 26 de julio, los periódicos abrieron sus portadas con titulares como «Dos policías de Estepona acusados de violar a una chica de 18 años evitan ir a la prisión a cambio de un curso de «educación sexual»». La polémica decisión ha provocado diferentes reacciones, casi todas relacionadas a la falta de rigor de la pena recibida por los dos violadores. Y este no es un caso aislado. Sabemos que muy a menudo las violencias machistas encuentran diferentes barreras burocráticas y no logran alcanzar una respuesta legal adecuada. Sin embargo, estas frustraciones con relación a las condenas también nos hacen reflexionar sobre nuestra mirada hacia las violencias ¿Es posible valorar el éxito de un procedimiento penal analizando las condenas recibidas por los agresores?

Esta asociación directa que hacemos entre justicia y punición se debe a un imaginario punitivista en el cual estamos inseridas como sociedades modernas, donde determinadas prácticas dictan que el control social se da a través de unos acuerdos previos (dispuestos en un ordenamiento jurídico) que establecen medidas coercitivas a quien incumple dichos mandatos, que pueden ser multas, penas de prisión, entre otras sanciones. Este modelo establece algunas expectativas con relación a la proporcionalidad del castigo y el daño causado. Cuando la aplicación de estes “castigos” no nos parece ser compatible con el daño causado, estas expectativas son frustradas, provocando un sentimiento de profunda injusticia.

Poniendo el foco en las violencias machistas, nos encontramos que la cuestión del punitivismo (y como entendemos los sistemas de castigos) ha sido un marco filosófico que ha dividido a los movimientos feministas en dos vertientes: el feminismo punitivista y el antipunitivista. El primero, el cual tiene presencia concreta en los feminismos neoliberales, postula que los hombres que ejerzan violencia sobre las mujeres deben ser castigados de algún modo, normalmente siguiendo los circuitos del sistema estatal-jurídico (multa, cárcel…), y valorizando el endurecimiento de los castigos como método de coerción para evitar las violencias; otras corrientes pertenecientes a vertientes más radicales van más allá y reivindican un punitivismo incapacitante y definitivo, como es la castración química para violadores.

Por otro lado, el antipunitivismo nace desde las críticas sobre los valores sociales patriarcales, racistas y coloniales arraigados en las políticas punitivistas, y de la efectividad de este modelo represivo en la resolución de problemas concretos. Esta corriente de pensamiento también cuenta con la importante colaboración de colectivos que históricamente nunca han podido recurrir al sistema penal para buscar protección, ya que es el mismo sistema que les reprime, como es el feminismo negro, transfeminismo, feminismo gitano, movimiento queer, etc. Esta línea política pone de relieve una importante cuestión: ¿qué función cumplen los castigos: preventivos o correctivos en la sociedad?

Si tomamos distancia, podremos visualizar que la primera de las opciones se muestra ineficaz, pues las leyes siguen quebrantándose diariamente a pesar de los castigos asociados. Igualmente, se nota una disparidad en los colectivos que efectivamente reciben estas condenas. En una sociedad donde existen opresiones, por lógica, el sistema sigue siendo construido y controlado por grupos que reproducen estas opresiones. Así que observamos que no hay una igualdad efectiva en la aplicación de los “castigos”. Estigmas, pobreza, xenofobia, racismo, LGTBIfobia, moralismos, son algunos ejemplos de miradas que atraviesan determinados cuerpos y que sostienen estas desigualdades.

Así que, si optamos por la segunda respuesta – antipunitivista –, debemos tener en cuenta que, con el modelo que tenemos hoy, es difícil ver casos que llevan asociados una transformación ideológica de la persona que perpetra la violencia. Toma aún más importancia si hablamos de violencias machistas: ¿habrá abandonado los pensamientos machistas un hombre condenado por maltrato después del tiempo que haya pasado en prisión? ¿Los castigos más severos y drásticos realmente son una solución para acabar con el ciclo de la violencia? O, en última instancia, ¿la cultura del castigo tiene (o ha tenido) algún papel educativo en la prevención de las violencias machistas?

 El caso de Estepona

El caso de Estepona nos hace reflexionar también sobre otros puntos importantes en los casos de violencia machista: ¿que importancia tiene la vivencia de la víctima durante el proceso penal y su voz en la decisión final?

Los periódicos anunciaron que los dos agentes pertenecientes a la autoridad, Juan Carlos Galván y Vicente Peña, han sido condenados de la siguiente forma: expulsión del cuerpo policial, indemnización de 80.000 euros y la obligatoriedad de realizar un curso de reeducación sexual, sin pena de prisión. Si nos quedamos únicamente con los titulares olvidaremos un detalle importante: los sucesos ocurrieron en 2018. 4 años después, sale la sentencia y vemos que la condena interpuesta forma parte de un acuerdo con la persona agredida, quien afirma que no quería seguir reviviendo la pesadilla de la noche de los hechos. Justo este hecho, que le ha motivado a aceptar una condena inferior a la que se demandaba, es uno de los pilares centrales del sistema jurídico estatal: dilatar en el tiempo las consideraciones relacionadas con el valor de la justicia. Demorar 4 años en la resolución de violencias supone un desgaste emocional y, consecuentemente, físico muy alto.

En el feminismo antipunitivista se considera que, dado el carácter sistémico de la violencia sexual, es necesaria una respuesta y un enfoque sobre lo que fundamenta a esta, es decir, la raíz del problema. No podemos seguir combatiendo esta violencia sin RECONOCER que hay un fallo en el sistema actual que revictimiza y sin PROMOVER cambios efectivos en la estructura sociocultural que sostiene esas violencias, promoviendo, así, los criterios preventivos educativos y resocializadores junto a una justicia transformadora. Y, por tanto, en un diseño donde en principio los agresores no sean considerados meramente monstruos, y que la víctima pueda participar con voz activa en las decisiones que tienen un impacto en su futuro.

Por otro lado, también es importante enmarcar que se trata de una corriente en construcción, y que su vía practica requiere consideraciones especiales, ya que todavía nos queda una larga caminada hasta la efectiva reestructuración (o abolición) de los sistemas penales. En los casos concretos, como el de Estepona, por ejemplo, debemos entrenar la mirada para más allá de la frustración de la condena menos rigurosa. Es importante analizar el impacto que tiene la participación de la mujer en la decisión, poniendo voz en su demanda de acabar con el proceso de revictimización y seguir con su vida. Si ponemos la víctima en el centro, podemos ver que el castigo (prisión o no) puede ser menos importante para el proceso de recuperación de esta mujer.

Poder y vigilancia

Otro tema importante que nos trae el caso de Estepona, pensando más allá de la cárcel, es reflexionar que el sistema penal, así como las relaciones sociales, también está enmarcado en la vigilancia de los cuerpos. En este tipo de casos se pronuncian juicios de valor relacionados con el comportamiento de la persona agredida (qué vestía, dónde estaba, qué bebía…), pero poco se reconocen las violencias simbólicas relacionadas con la representación. ¿Hasta qué punto no supone un medio de coacción que los agresores utilicen el uniforme del cuerpo policial público? ¿Cómo actúan las presunciones que se derivan del poder de pertenecer a un cuerpo estatal? En este mismo sentido, ¿quién se encarga de vigilar a la persona que vigilan? ¿Cómo podemos salir de una cultura del castigo si los poderes estatales reflejan la corrupción de las relaciones interpersonales? ¿Qué alternativas de no castigo existen ante las violencias machistas? ¿Es suficiente un curso de “reeducación sexual”?

El feminismo antipunitivista no busca culpar a las víctimas que utilizan el sistema penal – ya que es el único sistema oficial que tenemos de protección – sino que refleja que a veces hay pocos recursos para sostener procesos de justicia efectiva, así como la construcción de una red de cuidados necesaria. ¿Qué pasa con las mujeres después de que sus agresores salgan del sistema penitenciario? ¿Están realmente protegidas si no hay un proceso de resocialización efectivo? ¿Es la pena de prisión suficiente?

Si analizamos casos concretos, vemos que las respuestas a casi todas las preguntas planteadas aquí son bastante sintomáticas de la ineficacia del sistema punitivista que tenemos hoy, y representan un alerta de que debemos (urgentemente) revisar y repensar este sistema que sigue perpetuando la violencia contra las mujeres mismo cuando tiene como objetivo frenarla o repararla.